¿Existen los ángeles?

Esta historia sucedió en Chicago durante la época de la gran Depresión económica (1930-1933) y me fue contada por un sacerdote, hermano del doctor Brown.

Muy temprano en la mañana, el doctor Brown fue bruscamente despertado por el insistente timbre del teléfono. Cogió, medio dormido, el auricular. Una voz áspera y tensa le habló de manera suplicante:
-«Â¿Es usted el doctor Brown?»
-«Sí, soy yo».
-«Â¡Por favor, venga usted tan rápido como pueda, se trata de un asunto de vida o muerte!»
-«Â¡Sí, ya voy…! Pero, ¿dónde vive usted?
-«En la calle Alan núm. 17. ¡Por favor, venga inmediatamente!

El doctor Brown se vistió de prisa, tomó sus cosas y se dirigió a la calle Alan. Qué soledad se sentía conducir solo y de noche por las vías oscuras. El lugar al cual se dirigía se encontraba muy apartado del centro, un barrio en el que nadie se podía sentir seguro, ni siquiera durante el día.

El doctor Brown encontró con facilidad la casa; ésta no colindaba con otras. Le llamó la atención que no hubiera ninguna luz prendida. Se acercó a la puerta y golpeó. Luego de una pausa, volvió a tocar, pero no hubo respuesta. Por tercera vez, volvió a golpear, y una voz brusca preguntó:
-«Â¿Quién es?»
-«Soy yo, el doctor Brown. Recibí una llamada de urgencia. ¿Es esta la calle Alan núm. 17?»
-«Â¡Sí, pero nadie lo llamó a usted. Lárguese!»

Al irse, comenzó a buscar en la misma calle alguna casa en donde hubiese una luz encendida, a fin de encontrar dónde se necesitaba realmente alguna ayuda. Pero al ver que todo estaba sumido en la oscuridad,  se reprochó a sí mismo, porque pensaba que había anotado un número errado, o que quizá se trataba de una broma de mal gusto. De todas maneras, no le quedó más remedio que volver a su casa, y como no volvió a recibir la llamada, se olvidó pronto del caso, hasta unas semanas más tarde en que recibió una llamada -esta vez de día- del servicio de urgencias del hospital. La enfermera le explicó que un tal John Turner, que se encontraba en estado crítico luego de haber sufrido un grave accidente, solicitaba con urgencia al doctor Roberto Brown.
-«Â¡Doctor, por favor apúrese! El señor está a punto de morir y no nos quiere decir por qué quiere hablar precisamente con usted».

El doctor Brown prometió que iría de inmediato, aunque estaba seguro de no conocer a ningún John Turner, lo cual fue confirmado por el mismo moribundo:
-«Doctor Brown, usted no me conoce, pero debo hablar con usted antes de morir, a fin de pedirle perdón. Usted seguramente se acordará de la llamada urgente que recibió hace un par de semanas, ya bien entrada la noche.»

-«Sí, pero…»
-«Era yo. Sabe usted, hace varios meses que no tengo trabajo. Vendí todas las cosas de valor que había en mi casa y pese a ello no conseguía alimentar a mi familia. No podía seguir viendo las miradas suplicantes y hambrientas de mis hijos. En mi desesperación, decidí llamar, en medio de la noche, a un médico. Mi plan consistía en matarlo, robar su dinero y vender su instrumental.»
Aunque el doctor estaba paralizado de miedo, no pudo menos que replicarle:
-«Yo llegué a su casa; pero entonces, ¿por qué no me mató?»
-«Yo pensé que usted vendría solo, pero cuando vi a su lado a ese joven enorme y fuerte, me dio miedo hacerlo, razón por la cual lo despedí bruscamente. ¡Por favor, perdóneme!
-«Sí, claro» –murmuró aturdido el doctor Brown.

Un estremecimiento le corrió por la espalda. No tenía la más mínima idea de que lo que había considerado como un descuido enojoso o como una burla perversa, era en realidad una trampa mortal, de la cual se había librado por un pelo. Y mucho menos intuía que su Ángel de la Guarda (a quien luego de recapacitar había reconocido en el hecho) le hubiese salvado la vida aquella noche, pues aquel «joven enorme y fuerte» sólo se le había aparecido a su potencial asesino, que ahora, moribundo, le pedía perdón.

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