Los Gemelos Traviesos – Leyenda Urbana
Pedrito y Juanito eran inseparables, no en vano eran hermanos gemelos y estaban entre los pocos niños de su edad que quedaban en el pueblo. Hacia años que la gente habÃa empezado a migrar a la ciudad y los pocos jóvenes que permanecÃan en el pueblo lo hacÃan más por apego a sus mayores que por un deseo real de quedarse. Los padres de Pedro y Juan no eran la excepción, más de una vez se habÃan planteado hacer las maletas y arriesgarse a empezar una nueva vida en la ciudad, alejados de la monotonÃa del campo y el pesado trabajo de arar y sembrar los cultivos. Pero la idea de que sus hijos se criaran entre coches, humo y los peligros propios de las grandes urbes les frenaban. Aunque claro, eso también tenÃa su contra, los niños prácticamente estaban solos y no tenÃan muchos amigos con los que jugar.
Los gemelos eran conocidos en todo el pueblo por sus travesuras, es normal a esa edad que los niños sean inquietos y más cuando se aburren por no tener amigos con los que correr y jugar, pero los pequeños no paraban con sus pillerÃas y muchos ancianos del pueblo ya estaban hartos de ellos. Incluso, más de uno le habÃa dado una bofetada a alguno de los gemelos o habÃa ido con el cuento a sus padres o al cura, quienes a su vez ya les habÃan pegado más de un tirón de orejas. Su curiosidad no tenÃa lÃmites y aprovechaban cualquier despiste para colarse en la casa de un vecino o espiar por una ventana.
Como en todos los pueblos, en el que residÃan los niños habÃa un viejo huraño, uno de esos abuelos cascarrabias y con mal carácter al que pocos echan de menos cuando muere. Ese era el caso de don Vicente, que cuando falleció a los 75 años de edad no dejó mas que una sensación de alivio entre sus vecinos. Ya habÃa protagonizado alguna pelea por sus terrenos con familiares y propietarios de las zonas colindantes, asà que la noticia de su muerte no tuvo demasiado impacto en el pueblo. Aunque por supuesto llegó a oÃdos de los gemelos, que no dudaron ni un segundo que tenÃan que ir a investigar.
Nunca habÃan visto un muerto y su curiosidad fue tan grande que decidieron colarse en la casa de don Vicente cuando todo el mundo habÃa salido del velatorio. Lo de “todo el mundo†es más un decir que lo que pasó realmente, porque salvo un par de plañideras aficionadas a llorar sin motivo aparente en cada funeral que se celebraba en el pueblo (incluso cuando casi no conocÃan al fallecido), prácticamente no fue nadie a presentarle sus respetos a don Vicente. Tal era el abandono del cadáver del anciano que incluso faltando pocas horas para su funeral ni siquiera le habÃan metido dentro de su ataúd y aún descansaba sobre una mesa en mitad del salón de su casa.
Pedrito y Juanito encontraron la casa vacÃa y las condiciones idóneas para saciar su curiosidad y ver al muerto sin que nadie les moleste. Con una total falta de respeto lo manosearon, le intentaron abrir los ojos y la boca, le movieron los brazos como si fuera una marioneta y le imitaron mientras se reÃan de él, pero un ruido en la finca les alertó.
Corrieron hacia la salida, pero ya era demasiado tarde y, sin saber dónde ocultarse, se metieron en un pequeño armario que estaba tirado en mitad del suelo del recibidor.
La voz de dos hombres que reconocieron como el cura y un viejo herrero, con el que habÃan tenido problemas en el pasado, sonó acercándose al armario.
-¿Quién ha dejado esto aquà tirado? No se puede ni pasar al salón, ya me contarás cómo va a pasar la gente a presentar sus respetos a don Vicente- Dijo el cura
-Tampoco creo que fuera a venir nadie, don Vicente se ha labrado a pulso una reputación de maleducado durante años y no creo que le llore nadie en este pueblo.
-No hables asÃ, el hombre ya está esperando el juicio de Dios que es el único que tiene el poder de juzgar sus actos- aseveró el cura.
Ambos trataron de levantar el atáud (los niños, mientras los hombres hablaban, se habÃan escondido dentro por miedo) y se dieron cuenta de que ya estaba lleno.
-¡Ves! aún quedan buenos samaritanos en el pueblo, alguien nos ha facilitado el trabajo y ha metido a don Vicente en su caja. Llevésmoslo a su descanso eterno.-dijo el cura.
Los niños escuchaban toda la conversación desde el interior del féretro, pero era tanto el miedo que tenÃan al cura y al herrero que no quisieron revelar que en realidad eran ellos los que estaban dentro y quisieron esperar el momento adecuado para escapar.
Nadie acudió al funeral de don Vicente, por lo que el cura, cansado de cargar con la caja y el supuesto muerto, decidió realizar una versión rápida de la misa y en cinco minutos ya habÃa despachado la situación. Los niños, vÃctimas del calor y el aburrimiento, empezaban a sentirse muy cansados y casi sin darse cuenta se quedaron dormidos. No pasaron más de cuarenta minutos cuando un ruido en la tapa del ataúd les despertó. Paletadas de tierra caÃan sobre la caja que ya habÃa sido sellada y ni las patadas ni los gritos de los gemelos parecieron alertar al anciano enterrador que era conocido en el pueblo por su sordera. Los niños quedaron enterrados vivos y nadie parecÃa haberse dado cuenta…
Los padres de Pedrito y Juanito se sorprendieron cuando estos no llegaron a la hora de la merienda, pero imaginaron que estarÃan demasido entretenidos jugando o que algún vecino del pueblo les habÃa invitado a comer algo. Lo que ya les alarmó fue que anocheció y llegó la hora de la cena y no aparecÃan por ninguna parte. Entonces comenzaron a buscarles y preguntaron a todo el que se encontraban por las calles, pero nadie parecÃa haberles visto en todo el dÃa. Asustados llamaron a la Guardia Civil y una pareja de agentes se acercó a coordinar las labores de búsqueda. La madre recordó la muerte de don Vicente y tuvo la intuición de que los niños probablemente fueran a curiosear, pero allà no encontraron más que el cadáver del anciano sobre la mesa del salón, los vecinos se alarmaron cuando encontraron al muerto aún sin enterrar y rápidamente llamaron al cura.
-¿Cómo que no está enterrado? Yo mismo le llevé al cementerio y tuve que darle una misa a la que ninguno de vosotros fue.
-Eso es imposible, padre, don Vicente aún descansa sobre la mesa de su casa.
-Pero el ataúd estaba lleno cuando lo enterramos, si no fue a él ¿A quién hemos sepultado?
La cara de miedo de la madre se reflejó al instante y, conociendo como conocÃa a sus hijos, intuyó que ellos eran capaces de haberse metido dentro del ataúd en una de sus travesuras.
Por más prisa que se daban en desenterrar el ataúd, el tiempo parecÃa eterno para los habitantes del pueblo. Era tradición allà enterrar lo más profundo que era posible los féretros, de esta forma se podÃan sepultar en una tumba a varios familiares y se evitaban olores que se podÃan convertir en insoportables al visitar el cementerio en los meses más calurosos. Por este motivo llevó varios minutos remover suficiente tierra como para poder abrir el ataúd.
Lo que encontraron allà dentro fue un espectáculo escalofriante. Los niños habÃan muerto asfixiados, pero no sin antes luchar por sus vidas intentando escapar. Se habÃan destrozado las uñas de las manos arañando la madera y sus pequeños cuerpecitos estaba cubiertos de sangre. En plena desesperación habÃan tratado de romper la caja a golpes y se habÃan lastimado entre ellos y, probablemente fruto de la misma desesperación, habÃan acabado peleándose como animales acorralados, de modo que podÃan verse marcas de mordiscos y arañazos en los cadáveres de los gemelos.